martes, 15 de agosto de 2017

EL ONIRICO SONIDO DEL SITAR – CUENTO - 28/7/15

EL ONIRICO SONIDO DEL SITAR –  CUENTO - 28/7/15
El sonar de bocinas, junto al griterío, fué lo que me despertó temprano en esta mañana cálida, día de la primavera.
No sabía muy bien como había llegado anoche a este cuarto de hotel barato. El ventilador de techo exhalaba una brisa húmeda y pegajosa, y voy desenroscando las sábanas para poder pararme.
Recuerdo vagamente el desenfreno de anoche, después de asistir -a orillas del Ganges- a una purificación de bellísimas mujeres portadoras del tilak rojo y vestidas con sus sarís  que se sumergían en las escalinatas del rio sagrado buscando purificar sus pecados y liberarse de la reencarnación eterna.
Al terminar la ceremonia quedé saturado de aromas de curry, y mientras los fieles prendían enormes hogueras, decidí -sintiendo pena de mí mismo- ir a un bar a emborracharme. Lamentaba que hacía casi un año que había dejado de tocar el sitar. Ya falto de inspiración, había llegado al punto de sentirme cansado de su música cadenciosa, siempre somnolienta y llena de glissandos. Había dejado mi gran amor pero no había podido aún reemplazarlo por otro.
Sentía un fuerte dolor de  cabeza generado por la excesiva ingesta de fenny  y hachís, que sólo pude calmar tomando una jarra de metal enlozada y derramando agua fría sobre mi cabeza.  Mientras me secaba con una toalla deshilachada, me encaminé lentamente a abrir las celosías  de madera labrada con dibujos geométricos que daban al balcón.
Al abrirlas observé que el sol abrasaba, y por su altura, calculé que ya sería cerca del mediodía.   La calzada debajo no era muy angosta, pero la estrecha vereda de enfrente estaba invadida de toldos de los cuales colgaban diversas vestimentas y telas de colores. Bajo los mismos, protegidos del sol, se ubicaban cajones con frutos secos, especies y baratijas,  detrás de los cuáles comerciantes -vestidos algunos con turbante y túnica blanca-, vociferaban sus ofertas.
En el cordón de la vereda justo bajo  mi balcón,  salían algunas motos y estacionaban otras muchas con sus chillantes motores y un sinnúmero de tuk-tuks amarillos con capota de lona negra y vidrios de plástico transparente, aceleraban echando humo blanco a más no poder.  En la calle, un joven de piel aceitunada y pelo lacio renegrido, hombreaba una bolsa de arroz barmati que había bajado de un carromato. El carro de madera tenía neumáticos de automóvil  y era tirado por un sebú blanco,  orejudo y flaco, de patas muy largas y  joroba prominente, que lucía en su cabeza, anchos cuernos curvados hacia adentro semejando un corazón.
Muy cerca, pedaleaba con esfuerzo el conductor de un “rickshaw” que paseaba con el toldo bajo a pesar del calor reinante, a una pareja de turistas regordetes sentados en su interior.   Casi llegando a la esquina una pequeña niña ataviada con un sarí humilde y gastado, hacía equilibrio a pies desnudos sobre una soga tensada a media altura entre dos postes, mientras un hombre viejo vestido con un dhoti de color crema y un topi blanco, acompasaba su paso desde abajo con su pequeño tambor. Era una suerte de improvisado circo callejero.
A pocos metros, un  anciano semidesnudo, de piel ennegrecida, barba larga y desprolija, bigotes canos, y su turbante naranja -que denotaba su pertenencia a la secta sij- sentado de piernas cruzadas sobre un carrito de rulemanes, mendigaba con una mano extendida y señalando con la otra su pierna izquierda amputada, que terminaba en muñón a la altura de la rodilla.  
Cerca, se agolpaba una pequeña multitud de turistas que observaban como un encantador de serpientes de brillante turbante rojo y camisa naranja sentado sobre una pequeña alfombra, hacia salir de su cesta a una cobra al son del pungi, una flauta hecha de calabaza utilizada por la sudra, la casta inferior de la India. 
Entretanto, como por arte de magia y ante la indiferencia de todo ese gentío, inundó la calle un sinnúmero de jóvenes que en patota arrojaban tinturas y polvos de colores, mientras reían y festejaban el Holi, la festividad hindú del dios del amor.
De pronto, entre unas vacas nelore que revolvían basura junto a unas cabras, apareció por la esquina un enorme elefante con sus colmillos de marfil en punta. Estaba ensillado con una manta brillante de seda verde sobre la que se apoyaba un canasto de mimbre sujeto por sogas a modo de cincha. Lo conducía con una vara larga un hombre joven, atlético, de torso desnudo, que iba sentado en la nuca de la bestia con sus piernas detrás de cada oreja.
Se asemejaba a un dios.
Al pasar frente a mi balcón,  giró su oscura cabeza y mirándome fijamente con sus deslumbrantes ojos negros, inspiró profundamente mientras tensaba las cuerdas de su arco. Apuntándome al corazón, disparó y me atravesó con una flecha de flores. 

Mientras me desvanecía, volví a escuchar por fin, nuevamente, el onírico sonido del sitar.

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