EL ONIRICO SONIDO DEL SITAR – CUENTO - 28/7/15
El sonar de bocinas, junto al
griterío, fué lo que me despertó temprano en esta mañana cálida, día de la
primavera.
No sabía muy bien como había
llegado anoche a este cuarto de hotel barato. El ventilador de techo exhalaba
una brisa húmeda y pegajosa, y voy desenroscando las sábanas para poder pararme.
Recuerdo vagamente el desenfreno
de anoche, después de asistir -a orillas del Ganges- a una purificación de
bellísimas mujeres portadoras del tilak rojo y vestidas con sus sarís que se sumergían en las escalinatas del rio
sagrado buscando purificar sus pecados y liberarse de la reencarnación eterna.
Al terminar la ceremonia quedé saturado
de aromas de curry, y mientras los fieles prendían enormes hogueras, decidí -sintiendo
pena de mí mismo- ir a un bar a emborracharme. Lamentaba que hacía casi un año
que había dejado de tocar el sitar. Ya falto de inspiración, había llegado al
punto de sentirme cansado de su música cadenciosa, siempre somnolienta y llena
de glissandos. Había dejado mi gran amor pero no había podido aún reemplazarlo
por otro.
Sentía un fuerte dolor de cabeza generado por la excesiva ingesta de
fenny y hachís, que sólo pude calmar tomando
una jarra de metal enlozada y derramando agua fría sobre mi cabeza. Mientras me secaba con una toalla deshilachada,
me encaminé lentamente a abrir las celosías
de madera labrada con dibujos geométricos que daban al balcón.
Al abrirlas observé que el sol
abrasaba, y por su altura, calculé que ya sería cerca del mediodía. La
calzada debajo no era muy angosta, pero la estrecha vereda de enfrente estaba
invadida de toldos de los cuales colgaban diversas vestimentas y telas de
colores. Bajo los mismos, protegidos del sol, se ubicaban cajones con frutos secos,
especies y baratijas, detrás de los
cuáles comerciantes -vestidos algunos con turbante y túnica blanca-,
vociferaban sus ofertas.
En el cordón de la vereda justo bajo
mi balcón, salían algunas motos y estacionaban otras muchas
con sus chillantes motores y un sinnúmero de tuk-tuks amarillos con capota de
lona negra y vidrios de plástico transparente, aceleraban echando humo blanco a
más no poder. En la calle, un joven de
piel aceitunada y pelo lacio renegrido, hombreaba una bolsa de arroz barmati
que había bajado de un carromato. El carro de madera tenía neumáticos de automóvil
y era tirado por un sebú blanco, orejudo y flaco, de patas muy largas y joroba prominente, que lucía en su cabeza,
anchos cuernos curvados hacia adentro semejando un corazón.
Muy cerca, pedaleaba con esfuerzo
el conductor de un “rickshaw” que paseaba con el toldo bajo a pesar del calor
reinante, a una pareja de turistas regordetes sentados en su interior. Casi llegando a la esquina una pequeña niña ataviada
con un sarí humilde y gastado, hacía equilibrio a pies desnudos sobre una soga
tensada a media altura entre dos postes, mientras un hombre viejo vestido con
un dhoti de color crema y un topi blanco, acompasaba su paso desde abajo con su
pequeño tambor. Era una suerte de improvisado circo callejero.
A pocos metros, un anciano semidesnudo, de piel ennegrecida, barba
larga y desprolija, bigotes canos, y su turbante naranja -que denotaba su
pertenencia a la secta sij- sentado de piernas cruzadas sobre un carrito de
rulemanes, mendigaba con una mano extendida y señalando con la otra su pierna
izquierda amputada, que terminaba en muñón a la altura de la rodilla.
Cerca, se agolpaba una pequeña
multitud de turistas que observaban como un encantador de serpientes de
brillante turbante rojo y camisa naranja sentado sobre una pequeña alfombra, hacia
salir de su cesta a una cobra al son del pungi, una flauta hecha de calabaza
utilizada por la sudra, la casta inferior de la India.
Entretanto, como por arte de
magia y ante la indiferencia de todo ese gentío, inundó la calle un sinnúmero
de jóvenes que en patota arrojaban tinturas y polvos de colores, mientras reían
y festejaban el Holi, la festividad hindú del dios del amor.
De pronto, entre unas vacas
nelore que revolvían basura junto a unas cabras, apareció por la esquina un
enorme elefante con sus colmillos de marfil en punta. Estaba ensillado con una
manta brillante de seda verde sobre la que se apoyaba un canasto de mimbre
sujeto por sogas a modo de cincha. Lo conducía con una vara larga un hombre joven,
atlético, de torso desnudo, que iba sentado en la nuca de la bestia con sus
piernas detrás de cada oreja.
Se asemejaba a un dios.
Al pasar frente a mi balcón, giró su oscura cabeza y mirándome fijamente
con sus deslumbrantes ojos negros, inspiró profundamente mientras tensaba las
cuerdas de su arco. Apuntándome al corazón, disparó y me atravesó con una
flecha de flores.
Mientras me desvanecía, volví a
escuchar por fin, nuevamente, el onírico sonido del sitar.
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