martes, 15 de agosto de 2017

EL OJO DE HORUS - CUENTO - 17/8/15

El ojo de Horus – cuento  17/8/15
La penumbra lo invade todo. A lo lejos se escuchan débiles murmullos que presagian nada bueno. Lo último que recuerdo fue un aire fuerte en el rostro, y luego el golpe.  Aunque lo intento, no hay músculo que responda.  Estoy en la antesala de la muerte.  Es como si mi mente se preparara a despegar hacia otro mundo y necesitara para ello usar a mi organismo inmóvil, de pista para carretear. No duele el cuerpo, pero me duele el alma. Es que no tuve tiempo de despedirme porque esto nunca debió ocurrir, no debía ser mi momento. ¡Si  yo aún tenía toda la vida por delante!
Una esfera de luz como perla incandescente aparece ante mí irradiando destellos que perforan la oscuridad. Sentado en una silla a mi lado me mira un hombre de unos cincuenta años, pelo largo suelto, flequillo, bigotes y barba  afrancesada, vestido con una túnica negra de amplio y almidonado cuello blanco y abotonada al frente en una inacabable hilera de pequeños botones negros que van del cuello a los tobillos.  Pensé que vendría a darme la extremaunción, pero como adivinando mi pensamiento, el desconocido sonrió suavemente diciéndome que se llamaba René. Rene Descartes, se presentó, aclarando en tono suave y a la espera que yo supiera quién era él.         —Y  vengo a deciros que te has golpeado fuerte la cabeza y habéis encendido vuestra glándula pineal, que pocos saben es el “principal asiento del alma y la sede del sentido común”1. Un sentido que vos, joven amigo, no siempre habéis utilizado.  Por ello, continuó, es que vengo a recoger tu alma y llevarla conmigo al otro mundo.  Alargaba su mano hacia mí cuando de pronto  recordé.  Yo le estudié,  usted es el de “pienso, luego existo”, le dije.  Nuevamente adivinando mi pensamiento agregó: Precisamente,  y si estáis pensando es porque aún existes o sea, que aún no estáis muerto. Nos veremos pues en otra ocasión, amigo mío.  — ¡Tratad, eso sí, de usar más el sentido común!, me espetó al fundirse con la luz incandescente al desaparecer.
No terminaba aún de suspirar aliviado, cuando noté que en la silla donde había estado Descartes ahora había un billete de color verde con fulgurantes reflejos acerados.  Con un esfuerzo sobrehumano y sin saber bien como, logré asirlo y ponerlo frente a mí. En ese instante, una voz potente que evidencia don de mando me dijo: — ¡Annuit Coeptis!2, estimado amigo. ¡ Annuit Coeptis! . Al dirigir la mirada hacia arriba lo vi. En la cabecera de la cama apoyado con sus dos brazos sobre el respaldo, estaba un señor mayor, de cara adusta y abundantes canas enruladas sobre sus orejas,  vestido con una chaqueta negra que dejaba ver una camisa de encaje fino y profuso moño blanco. Inmediatamente reconocí al prócer más inmortalizado y  venerado del mundo. Detrás mío estaba George Washington salido como por arte de magia del mismísimo billete de dólar. Viendo mi cara de asombro, repitió: — ¡Annuit Coeptis! y aclaró al ver que yo no entendía latín. —Quiere decir justifico las cosas que inicio. Y agregó,   Descartes se equivoca en todo amigo mío, salvo en que os habéis golpeado el cerebro activando vuestra glándula pineal. No le hagáis caso. El mundo se mueve por mí, no por las cosas del alma y mucho menos por las del sentido común. Fijaos que mi billete posee el ojo que todo lo ve, la visión de Cíclope, y ello significa que todo lo que hacéis en mi nombre, está justificado. Tú mismo habéis vivido en vuestra corta vida, más tiempo persiguiéndome a mí, que a Dios.  Pero yo estoy acá para acompañaros al otro mundo y si vienes conmigo os llenaré de riquezas por todos los tiempos, dijo  extendiendo sus brazos y mostrándome sus palmas.Retrocede, le dije, tu billete también reza “In God we trust”, y por ahora prefiero confiar en Dios que en ti.             ¡Vete!, ¡Vete de una vez por favor!, le rogué aterrado hasta que decepcionado, se marchó.
Quedé exhausto y volví a sumergirme en un profundo letargo. Mi respiración era tan monótona como  rítmica, y en  cada inhalación un rayo rosa penetraba mis orificios nasales e invadía mi corazón. Comencé a sosegarme. Al exhalar, mi boca despedía unos rayos arcoíricos de tonalidades amarillas y rosas que formaban una densa niebla que llenaba mi alrededor.  Exhalad más profundamente, -me dijo una voz suave- que tu “tianmu”3,  tu ojo celestial, a pesar del golpe no está dañado, y así podréis conectarte contigo mismo, hijo mío. —¿Quién eres?, le pregunté.  Soy Lao Zi, el viejo maestro, pero la mayoría me conoce como Lao Tse, el fundador del Taoísmo, replicó.  Era  calvo pero con melena canosa y trenzada que caía a sus espaldas sobrepasando los hombros. Sus bigotes grises eran finos y largos, y se unían con su barba larga y despeinada. Era curioso observar sus pobladas cejas blancas, tan largas que caían por sobre los rabillos del ojo hacia un costado alcanzándole las mejillas,  y dándole un aspecto realmente muy peculiar.  Era un hombre enjuto, de porte recto pero bajo, y vestía ropas simples  sin adornos. Su piel reseca y  arrugada  hacía que  se asemejara a un árbol marchito. La saliva que caía de su boca entreabierta le mojaba sus barbas. Parecía un objeto abandonado, la imagen viva de un ermitaño, y sin embargo, derrochaba lucidez.  No tengáis miedo, no vengo a llevaros. Sólo meditad conmigo estos suttas,4 me dijo.   Y recitó, Cerrad vuestros ojos y veréis claramente. Cesad de escuchar y así, oirás la verdad. Permaneced en silencio y cantará vuestro corazón. No anheléis contacto alguno y os unirás.  Recordad, hijo mío, que los hombres son todos diferentes en la vida, pero semejantes en la muerte. —¡Pero yo no quiero morir!, le respondí.  Cuando no deseéis nada, todo llegará, y si os relajáis no sentiréis ninguna fuerza que os lleve, y así, os conoceréis a vos mismo, sentenció. Oído esto, me relajé y Lao Tsé se esfumó junto con una nube rosa y amarilla.
Una suave brisa comenzó a aletear sobre mi cara. Mis ojos permanecían cerrados, pero aún así, podía ver entre la penumbra con bastante claridad. Sobre mi hombro se posó un halcón negro cuya cabeza estaba doblemente coronada y rodeada por un sol rojizo. Sus alas -de plumaje verde brillante por fuera- se extendieron dejando ver sus plumas multicolores mientras me decía:Soy Horus5, El Elevado, y vengo a llevaros al valle de los muertos al oeste del Nilo frente a Tebas, porque incumplisteis mi ley suprema de gravedad y me desafiasteis queriendo volar.   Y agregó: La pena que os corresponde es que esparciré vuestros restos por todo Egipto, como lo hiciera Set mi hermano maldito con los restos de Osiris, mi bien amado padre. Comencé a temblar. Tenía mucho miedo. Mi corazón latía con fuerza. Esto no debía pasar. —¡Mirad mi ojo izquierdo que es la luna y  mi ojo derecho que es el sol, porque ambos son ojos de Horus que os gobernaran de ahora en más, día y noche!, me gritó mientras su cara se iba iluminando y sus ojos incrementaban su luminosidad.  La luz que surge del disco plateado me enceguece mientras hurga en mis ojos.  Siento su calor penetrando mi vista. —¡Mira mi ojos!, vuelvo a escuchar aterrado.  Hijo, ¡mira mis ojos!, ¿estás bien?  Lentamente la luz del oftalmoscopio se desvanece y vuelvo en mí. Un médico me examinaba los ojos.  
1-       Descartes en su obra “L´Homme”, llegó a la intrigante conclusión de que la glándula pineal, localizada en el centro de la cavidad craneal, constituía el verdadero asiento del alma, y sede del sentido común. 
2-       Frase que encabeza el sello de los Estados Unidos ubicado en el reverso del billete de 1 dólar.
3-       Según el Tao Te King, escrito por Lao Tse, el tianmu es, en esencia, precisamente un punto que está entre las cejas, un poco más arriba, conectado con el cuerpo pineal, o sea el tercer ojo.
4-       Los sūtras o suttas son mayoritariamente discursos dados por Buda o alguno de sus discípulos más próximos.

5-        El ojo de Horus es la referencia egipcia al tercer ojo.

EL ONIRICO SONIDO DEL SITAR – POEMA - 28/7/15

EL ONIRICO SONIDO DEL SITAR – POEMA -  28/7/15
Onírico sonido el del sitar.
Contínua musicalidad que no respira.
Navegando un océano de glissandos(1)
me transporto hacia la tierra piel oliva.
Desembarco  en universo misterioso
de contraste, entre pobreza y fantasía.
Reino de vacas malolientes,
de hombres que encantan las serpientes,
y dioses, que son hijos de la ira.

Los aromas  del curry  y del hachís,
atiborran  este mundo populoso,
de cobras, tigres y elefantes,
de sarís multicolores y ojos rojos,
de mujeres que lavan sus almas
bañándose  en el Ganges correntoso,
rezando en escaleras sumergidas
a las diosas de los rostros más hermosos.
Hay multitudes celebrando el Holi, (2)
encendiendo hogueras,  y tirando colores.
Es festejo del bien, derrotando al mal.
Oh!  Kámadeva, (3) dios de los amores,
te imploro  volver a pulsar el  sitar.
¡Inspira pasión . Tensa tu arco ! 
¡y hazme el último de tus favores !
Atraviésame, con tu flecha de flores.
(1)      efecto sonoro consistente en pasar rápidamente de un sonido hasta otro más agudo o más grave haciendo que se escuchen todos los sonidos intermedios
(2)      popular festival hinduista de primavera celebrado en la India y conocido como el de los colores y la fiesta de amor, triunfo del bien sobre el mal.

(3)      es el dios hindú del amor, representado como un hombre alado, joven y hermoso que tiene un arco que despide flechas decoradas con cinco tipos de flores fragantes.

EL ONIRICO SONIDO DEL SITAR – CUENTO - 28/7/15

EL ONIRICO SONIDO DEL SITAR –  CUENTO - 28/7/15
El sonar de bocinas, junto al griterío, fué lo que me despertó temprano en esta mañana cálida, día de la primavera.
No sabía muy bien como había llegado anoche a este cuarto de hotel barato. El ventilador de techo exhalaba una brisa húmeda y pegajosa, y voy desenroscando las sábanas para poder pararme.
Recuerdo vagamente el desenfreno de anoche, después de asistir -a orillas del Ganges- a una purificación de bellísimas mujeres portadoras del tilak rojo y vestidas con sus sarís  que se sumergían en las escalinatas del rio sagrado buscando purificar sus pecados y liberarse de la reencarnación eterna.
Al terminar la ceremonia quedé saturado de aromas de curry, y mientras los fieles prendían enormes hogueras, decidí -sintiendo pena de mí mismo- ir a un bar a emborracharme. Lamentaba que hacía casi un año que había dejado de tocar el sitar. Ya falto de inspiración, había llegado al punto de sentirme cansado de su música cadenciosa, siempre somnolienta y llena de glissandos. Había dejado mi gran amor pero no había podido aún reemplazarlo por otro.
Sentía un fuerte dolor de  cabeza generado por la excesiva ingesta de fenny  y hachís, que sólo pude calmar tomando una jarra de metal enlozada y derramando agua fría sobre mi cabeza.  Mientras me secaba con una toalla deshilachada, me encaminé lentamente a abrir las celosías  de madera labrada con dibujos geométricos que daban al balcón.
Al abrirlas observé que el sol abrasaba, y por su altura, calculé que ya sería cerca del mediodía.   La calzada debajo no era muy angosta, pero la estrecha vereda de enfrente estaba invadida de toldos de los cuales colgaban diversas vestimentas y telas de colores. Bajo los mismos, protegidos del sol, se ubicaban cajones con frutos secos, especies y baratijas,  detrás de los cuáles comerciantes -vestidos algunos con turbante y túnica blanca-, vociferaban sus ofertas.
En el cordón de la vereda justo bajo  mi balcón,  salían algunas motos y estacionaban otras muchas con sus chillantes motores y un sinnúmero de tuk-tuks amarillos con capota de lona negra y vidrios de plástico transparente, aceleraban echando humo blanco a más no poder.  En la calle, un joven de piel aceitunada y pelo lacio renegrido, hombreaba una bolsa de arroz barmati que había bajado de un carromato. El carro de madera tenía neumáticos de automóvil  y era tirado por un sebú blanco,  orejudo y flaco, de patas muy largas y  joroba prominente, que lucía en su cabeza, anchos cuernos curvados hacia adentro semejando un corazón.
Muy cerca, pedaleaba con esfuerzo el conductor de un “rickshaw” que paseaba con el toldo bajo a pesar del calor reinante, a una pareja de turistas regordetes sentados en su interior.   Casi llegando a la esquina una pequeña niña ataviada con un sarí humilde y gastado, hacía equilibrio a pies desnudos sobre una soga tensada a media altura entre dos postes, mientras un hombre viejo vestido con un dhoti de color crema y un topi blanco, acompasaba su paso desde abajo con su pequeño tambor. Era una suerte de improvisado circo callejero.
A pocos metros, un  anciano semidesnudo, de piel ennegrecida, barba larga y desprolija, bigotes canos, y su turbante naranja -que denotaba su pertenencia a la secta sij- sentado de piernas cruzadas sobre un carrito de rulemanes, mendigaba con una mano extendida y señalando con la otra su pierna izquierda amputada, que terminaba en muñón a la altura de la rodilla.  
Cerca, se agolpaba una pequeña multitud de turistas que observaban como un encantador de serpientes de brillante turbante rojo y camisa naranja sentado sobre una pequeña alfombra, hacia salir de su cesta a una cobra al son del pungi, una flauta hecha de calabaza utilizada por la sudra, la casta inferior de la India. 
Entretanto, como por arte de magia y ante la indiferencia de todo ese gentío, inundó la calle un sinnúmero de jóvenes que en patota arrojaban tinturas y polvos de colores, mientras reían y festejaban el Holi, la festividad hindú del dios del amor.
De pronto, entre unas vacas nelore que revolvían basura junto a unas cabras, apareció por la esquina un enorme elefante con sus colmillos de marfil en punta. Estaba ensillado con una manta brillante de seda verde sobre la que se apoyaba un canasto de mimbre sujeto por sogas a modo de cincha. Lo conducía con una vara larga un hombre joven, atlético, de torso desnudo, que iba sentado en la nuca de la bestia con sus piernas detrás de cada oreja.
Se asemejaba a un dios.
Al pasar frente a mi balcón,  giró su oscura cabeza y mirándome fijamente con sus deslumbrantes ojos negros, inspiró profundamente mientras tensaba las cuerdas de su arco. Apuntándome al corazón, disparó y me atravesó con una flecha de flores. 

Mientras me desvanecía, volví a escuchar por fin, nuevamente, el onírico sonido del sitar.