El ojo de Horus – cuento 17/8/15
La penumbra lo invade todo. A lo lejos se escuchan
débiles murmullos que presagian nada bueno. Lo último que recuerdo fue un aire
fuerte en el rostro, y luego el golpe. Aunque
lo intento, no hay músculo que responda.
Estoy en la antesala de la muerte.
Es como si mi mente se preparara a despegar hacia otro mundo y
necesitara para ello usar a mi organismo inmóvil, de pista para carretear. No
duele el cuerpo, pero me duele el alma. Es que no tuve tiempo de despedirme
porque esto nunca debió ocurrir, no debía ser mi momento. ¡Si yo aún tenía toda la vida por delante!
Una esfera de luz como perla incandescente aparece
ante mí irradiando destellos que perforan la oscuridad. Sentado en una silla a
mi lado me mira un hombre de unos cincuenta años, pelo largo suelto, flequillo,
bigotes y barba afrancesada, vestido con
una túnica negra de amplio y almidonado cuello blanco y abotonada al frente en
una inacabable hilera de pequeños botones negros que van del cuello a los
tobillos. Pensé que vendría a darme la
extremaunción, pero como adivinando mi pensamiento, el desconocido sonrió
suavemente diciéndome que se llamaba René. —Rene
Descartes, se presentó, aclarando en tono suave y a la espera que yo supiera
quién era él. —Y vengo a deciros que te has golpeado fuerte la
cabeza y habéis encendido vuestra glándula pineal, que pocos saben es el “principal
asiento del alma y la sede del sentido común”1. Un sentido que vos, joven amigo, no siempre habéis
utilizado. —Por ello,
continuó, es que vengo a recoger tu alma y llevarla conmigo al otro mundo. Alargaba su mano hacia mí cuando de
pronto recordé. —Yo le estudié, usted es el de “pienso, luego existo”, le
dije. Nuevamente adivinando mi
pensamiento agregó: —Precisamente, y
si estáis pensando es porque aún existes o sea, que aún no estáis muerto. Nos
veremos pues en otra ocasión, amigo mío. — ¡Tratad, eso sí, de usar más el sentido común!, me
espetó al fundirse con la luz incandescente al desaparecer.
No terminaba aún de suspirar aliviado, cuando noté que
en la silla donde había estado Descartes ahora había un billete de color verde
con fulgurantes reflejos acerados. Con
un esfuerzo sobrehumano y sin saber bien como, logré asirlo y ponerlo frente a
mí. En ese instante, una voz potente que evidencia don de mando me dijo: — ¡Annuit
Coeptis!2, estimado amigo.
¡ Annuit Coeptis! . Al dirigir la mirada hacia arriba lo vi. En la cabecera de
la cama apoyado con sus dos brazos sobre el respaldo, estaba un señor mayor, de
cara adusta y abundantes canas enruladas sobre sus orejas, vestido con una chaqueta negra que dejaba ver
una camisa de encaje fino y profuso moño blanco. Inmediatamente reconocí al
prócer más inmortalizado y venerado del
mundo. Detrás mío estaba George Washington salido como por arte de magia del
mismísimo billete de dólar. Viendo mi cara de asombro, repitió: — ¡Annuit Coeptis!
y aclaró al ver que yo no entendía latín. —Quiere decir justifico las
cosas que inicio. Y agregó, —Descartes se
equivoca en todo amigo mío, salvo en que os habéis golpeado el cerebro
activando vuestra glándula pineal. No le hagáis caso. El mundo se mueve por mí,
no por las cosas del alma y mucho menos por las del sentido común. Fijaos que
mi billete posee el ojo que todo lo ve, la visión de Cíclope, y ello significa que
todo lo que hacéis en mi nombre, está justificado. Tú mismo habéis vivido en
vuestra corta vida, más tiempo persiguiéndome a mí, que a Dios. —Pero yo estoy acá para acompañaros al otro mundo y si
vienes conmigo os llenaré de riquezas por todos los tiempos, dijo extendiendo sus brazos y mostrándome sus
palmas.
—Retrocede,
le dije, tu billete también reza “In God we trust”, y por ahora prefiero
confiar en Dios que en ti. — ¡Vete!, ¡Vete de una vez por
favor!, le rogué aterrado hasta que decepcionado, se marchó.
Quedé exhausto y volví a sumergirme en un profundo
letargo. Mi respiración era tan monótona como rítmica, y en
cada inhalación un rayo rosa penetraba mis orificios nasales e invadía
mi corazón. Comencé a sosegarme. Al exhalar, mi boca despedía unos rayos arcoíricos
de tonalidades amarillas y rosas que formaban una densa niebla que llenaba mi
alrededor. —Exhalad más
profundamente, -me dijo una voz suave- que tu
“tianmu”3, tu ojo celestial, a pesar del golpe no está
dañado, y así podréis conectarte contigo mismo, hijo mío. —¿Quién eres?,
le pregunté. —Soy Lao Zi, el
viejo maestro, pero la mayoría me conoce como Lao Tse, el fundador del Taoísmo,
replicó. Era calvo pero con melena canosa y trenzada que caía
a sus espaldas sobrepasando los hombros. Sus bigotes grises eran finos y largos,
y se unían con su barba larga y despeinada. Era curioso observar sus pobladas
cejas blancas, tan largas que caían por sobre los rabillos del ojo hacia un
costado alcanzándole las mejillas, y dándole
un aspecto realmente muy peculiar. Era un
hombre enjuto, de porte recto pero bajo, y vestía ropas simples sin adornos. Su piel reseca y arrugada
hacía que se asemejara a un árbol
marchito. La saliva que caía de su boca entreabierta le mojaba sus barbas.
Parecía un objeto abandonado, la imagen viva de un ermitaño, y sin embargo,
derrochaba lucidez. —No tengáis
miedo, no vengo a llevaros. Sólo meditad conmigo estos suttas,4 me dijo. Y recitó, —Cerrad
vuestros ojos y veréis claramente. Cesad de escuchar y así, oirás la verdad.
Permaneced en silencio y cantará vuestro corazón. No anheléis contacto alguno y
os unirás. —Recordad, hijo
mío, que los hombres son todos diferentes en la vida, pero semejantes en la
muerte. —¡Pero yo no quiero morir!, le respondí. —Cuando no deseéis nada, todo llegará, y si os relajáis
no sentiréis ninguna fuerza que os lleve, y así, os conoceréis a vos mismo,
sentenció. Oído esto, me relajé y Lao Tsé se esfumó junto con una nube rosa y
amarilla.
Una suave brisa comenzó a aletear sobre mi cara. Mis
ojos permanecían cerrados, pero aún así, podía ver entre la penumbra con
bastante claridad. Sobre mi hombro se posó un halcón negro cuya cabeza estaba
doblemente coronada y rodeada por un sol rojizo. Sus alas -de plumaje verde
brillante por fuera- se extendieron dejando ver sus plumas multicolores mientras
me decía: —Soy Horus5,
El Elevado, y vengo a llevaros al valle de los muertos al oeste del Nilo frente
a Tebas, porque incumplisteis mi ley suprema de gravedad y me desafiasteis
queriendo volar. Y agregó: —La pena que os
corresponde es que esparciré vuestros restos por todo Egipto, como lo hiciera
Set mi hermano maldito con los restos de Osiris, mi bien amado padre. Comencé a
temblar. Tenía mucho miedo. Mi corazón latía con fuerza. Esto no debía pasar. —¡Mirad mi ojo
izquierdo que es la luna y mi ojo
derecho que es el sol, porque ambos son ojos de Horus que os gobernaran de
ahora en más, día y noche!, me gritó mientras su cara se iba iluminando y sus
ojos incrementaban su luminosidad. La
luz que surge del disco plateado me enceguece mientras hurga en mis ojos. Siento su calor penetrando mi vista. —¡Mira mi ojos!,
vuelvo a escuchar aterrado. —Hijo, ¡mira mis
ojos!, ¿estás bien? Lentamente la luz del
oftalmoscopio se desvanece y vuelvo en mí. Un médico me examinaba los ojos.
1- Descartes en su obra “L´Homme”, llegó a la
intrigante conclusión de que la glándula pineal, localizada en el centro de la
cavidad craneal, constituía el verdadero asiento del alma, y sede del sentido común.
2- Frase que encabeza el sello de los Estados
Unidos ubicado en el reverso del billete de 1 dólar.
3- Según el Tao Te King, escrito por Lao Tse, el
tianmu es, en esencia, precisamente un punto que está entre las cejas, un poco
más arriba, conectado con el cuerpo pineal, o sea el tercer ojo.
4- Los sūtras o suttas son mayoritariamente discursos dados por Buda o
alguno de sus discípulos más próximos.
5- El ojo de Horus es la referencia egipcia al
tercer ojo.